(Testimonios de un soldado ruso, de Stalingrado a Berlín)
Por Antonio Romea. Moscú/ 1995.
Yo se lo solía repetir en aquellas tardes de invierno, sentados en la cocina al calor de la tetera que pronto herviría...
A través de la ventana, la ciudad nevada y el frío helador. Todavía no debía ser de noche, y sin embargo ya no había luz diurna, esa luz que tanto aprende a apreciar quien ha vivido en Rusia. Yo le insistía:
- ¿Vasili Nikolaevich, permítame escribir sus memorias de la guerra?
Entonces su frente se llenaba de arrugas y sus dos entrañables cejas pobladas y blancas se alzaban más de lo que cabía imaginar. Su cara era muy expresiva, y sus ojos claros profundamente azules conservaban todo el encanto del Norte. El misterio de la vida parecía haber sido captado por aquellos ojos, la tragedia, las estepas nevadas de su inmensa patria... Y tras sus setenta y tres años conservaban las imágenes, jamás publicadas, de lo que fue en verdad la guerra de Stalingrado a Berlín.
Me solía contestar que a nadie le iba a interesar una historia sobre muertos, pues ya casi ninguno de los que lo vivió queda con vida. Yo le insistía en que precisamente eso confería más importancia a su testimonio.
En una ocasión me contestó:
- Tu pregunta me trae a la memoria un caso que presencié con el General Chuikov (0).
I
POJVALIM, RASTRIELIATS
(Fusilad al adulador)
Al General Chuikov, todos le respetabamos mucho, se le consideraba uno de los héroes de Stalingrado, era uno de los Generales que, junto con Zhukov, había dirigido la batalla casa por casa y luego el cerco contra los alemanes.
Sin embargo, exigía que se le llamase por su nombre de pila, era un hombre campechano, y como sabes eso gusta mucho a los rusos. La tropa le admiraba y le quería.
Tenía el pelo negro como un tizón, era lo que los rusos llamamos de tipo agitanado, aunque fuese tan eslavo como cualquiera de nosotros.
Ya habíamos entrado en territorio de Ucrania, Stalingrado quedaba atrás en el tiempo y la distancia, pero la guerra continuaba.
En aquella ocasión estabamos en un refugio celebrando el cumpleaños de nuestro General favorito. Había mucha comida y vodka puesto sobre unos largos tablones que servían de mesa. Cantábamos y brindábamos...
Cuando un cabo joven y buen chico, se alzó y le dijo al General:
- He compuesto una poesía en su honor.
El General, hombre sencillo y brusco, se tornó serio y bajó la mirada. Se hizo el silencio. Quizá no sabía como reaccionar... Al momento dió un puñetazo en la mesa y gritó con ronca voz:
_ Pojvalim, Rastrieliats!
(Un adulador, ¡fusiladle!)
Nadie esperaba tal reacción, esas palabras me acompañan siempre. Imposible condenar a muerte a un ser humano con menos palabras.
No creo que ninguno de los que las oyeron las hubiese podido olvidar, ni aún de haber sobrevivido a la Gran Guerra.
El oficial y los dos soldados encargados de la guardia, prendieron al incipiente poeta y le sacaron al exterior. La fiesta de cumpleaños se estropeó, todos quedaron cabizbajos y entristecidos.
En unos minutos se oyeron en la lejanía las descargas de fusilería.
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Yo protestaba, me parecía salvaje, medieval. Una barbarie propia de un caudillo de la Horda de Oro mongola, no de un General de la II Guerra Mundial.
- Antonio, sigues pensando como un occidental. Vuestra democracia, derechos humanos y aprecio a la vida, jamás han tenido importancia en Rusia. -Y añadía en un susurro acercándose a mi oído- Y nunca la van a tener.
Te consolaré. Nadie se atrevió a ir e identificar el cadáver y meses después, cuando estabamos dispersos en distintos destinos, circuló el rumor de que los guardias se habían apiadado del poeta.
Dispararon al aire y le dejaron escapar. El muy tonto fue a quejarse a la organización del Partido de la ciudad más próxima, donde le dijeron que no fuese estúpido. Nadie iba a juzgar a un General, héroe de Stalingrado. Da gracias muchacho -le dijeron- de estar vivo, procura que no lo sepa el General Chuikov, o durarás poco. Y le mandaron al frente de Smolensk, más al Norte. Donde seguramente yace muerto y sin enterrar como tantos otros.
Claro que eso yo no lo ví, podría tratarse sólo de un rumor más.
-¿Espero que usted no me fusile si le dedico un libro?
-¿Y tú crees que eso no me creará problemas con el KGB?
-Pero, Vasili Nikoláevich, si el KGB ya no existe. Rusia se está democratizando, ahora hay libertad de viajar, empresas privadas, libertad de prensa.
-¡Qué inocentes sois los extranjeros!
II
STALINGRADO
La batalla de Stalingrado fue terrible, una carnicería, duró meses y la recuerdo como si ocupase decenios de mi vida. Como si en aquellas semanas hubiese vivido intensamente varias vidas.
Había comenzado en el verano de 1942, cuando los nazis tomaron la ciudad. Era el paso hacia el Cáucaso y el petróleo del Caspio. Leningrado resistía el bloqueo, el invierno de 1941 el invasor había sido detenido a veinte kilómetros de Moscú. Pero la tercera gran ciudad del eje norte-sur que delimitaba la Rusia europea justo delante de los Urales, Stalingrado, la ciudad del Volga, había caído.
Esa primavera formaron a mi Ejército, el 62, en otra ciudad del Volga, la vecina Sarátov y de allí partimos a recuperar Stalingrado.
Aquella tarea parecía imposible, los alemanes eran muchos, bien armados y pertrechados, y se habían establecido y fortificado a conciencia en la cuidad. Pero aun así, no podíamos cedérsela sin combate a los extranjeros.
Yo empecé a combatir a principios del invierno de 1942. La batalla duró hasta febrero de 1943.
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Desde el amanecer al ocaso, yo vivía - Bozhe moi!(Dios mío), estaba aún vivo- una existencia completa, cada uno de mis actos me parecía trascendental.
Cuando llenaba mi marmita de nieve y la ponía a derretir en la hoguera para preparar el té, o simplemente para beber agua caliente, pensaba que sería el último que bebería y lo saboreaba con avidez, como cada bocanada de aire puro a 30º o 40º grados bajo cero.
Sólo la proximidad de la muerte confiere a la vida tanta intensidad.
Sí, en poco tiempo viví varias vidas, varios años. Todo lo medité, lo recordé, lo recé... Imaginé como sería mi porvenir, por entonces había iniciado mis estudios de música...
Me despedí repetidas veces de la vida y otras tantas me alegré, con la risa de un bebé, con deleite miraba el lento clarear del alba, y luego el rápido elevarse el sol en la estepa. El amanecer de un día más. Por que era eso, no un nuevo día, sino un día más, un día más que se me regalaba, para vivirlo o morir en él, era –así me parecía entonces- probablemente mi último día.
Me entusiasmaba volver a nacer, a comenzar la vida cada mañana.
Todo, el frío y el té que calienta las manos a través de los guantes antes de quemar tus labios, el buen vodka que calienta la garganta, los oídos y el alma del ruso, el pan negro con mantequilla, la caliente y roja sopa de borsh, los piojos, el sol, el aire, derretir la nieve al teñirla de amarillo con la propia orina, todo ello era maravilloso. Yo era un poderoso animal macho, joven y sobre todo, vivo. Vivo y rodeado de muerte, heridas vendadas, sangre coagulada y helada, ráfagas de metralla, aviones como grandes mosquitos asesinos que me buscaban.
Estaba rodeado de los más duro, la Estepa era una planicie nevada, el Volga caudaloso y frío cambiaba en partes a helado y quebradizo. El río, no era vida, la tierra no dejaba crecer ni un árbol, la nieve cubría la hierba muerta con más de un metro, la ciudad eran ruinas oscurecidas por humos de incendios ya extintos, pero dentro de mis ropas yo sentía el calor de la vida, la furia de mi sangre, mi juventud atrapada en ese infierno, habría salido gritando de la trinchera con los brazos extendidos en medio de ese día soleado, gritando: ¡Estoy vivo! ¡Vivo, prokliati fritzi! (cabrones alemanes)
¡Qué alegría notar el oxigeno gélido entrar como agujas de cristal hiriente por mi nariz y llegar hondo, bajo el abrigo, las bufandas y la “tielogreika”! (chaqueta gruesa de algodón, literalmente significa calienta-cuerpos).
Una mañana que era la primera del resto de mi vida, como lo es cada nueva mañana en la vida de cada hombre; mas nadie se percata de ello, ni de lo cerca que está siempre la muerte. La muerte.
A mí, la muerte me rodeaba. No pasábamos hambre en Stalingrado, cuando llegaba el rancho preparado esa misma mañana, más de la mitad de los muchachos que habían desayunado ya no estaban entre los vivos. Siempre podíamos comer una o dos raciones más. Sé que es difícil de creer.
Mi vida anterior pasaba ante mi mente cada día. Recordaba a mi madre y a la novia que aún no había tenido tiempo de tener a mis dieciocho años, y que seguramente nunca llegaría a conocer. Me preguntaba cómo serían las mujeres.
Yo combatí en los alrededores de la ciudad, junto al gran padre Volga. Los alemanes trataron varias veces de romper el cerco avanzando en nuestro sector.
Nosotros entonces no sabíamos que les estábamos cercando, por eso nos admiraba la obstinación de los germanos, su arrojo y empeño en atacar sin tregua nuestras posiciones.
Retrocedíamos y avanzábamos posiciones varias veces al día, y así durante semanas. Cada vez llegaban más refuerzos, pero nuestras bajas eran tantas que nunca sentimos que teníamos más hombres que al comienzo de la batalla, éramos siempre la misma cantidad pero con distintas caras y nombres.
Entonces bromeábamos acerca de que mientras nosotros nos arrastrábamos sobre la tierra helada, otras compañías combatían en la ciudad casa por casa. Nos les imaginábamos calentándose entre las paredes de Stalingrado. Cuando tomamos la ciudad y pude ver lo que de ella quedaba y conversar con otros compañeros, comprendí que ellos no habían tenido mejor suerte.
III
HURRA, TAMBIEN ES UN GRITO DE MUERTE
Nos decían que la artillería había destruido ya las posiciones alemanas. Pero no era así.
Nosotros, la Infantería, atacábamos en oleadas humanas al grito de ¡hurraaaaá! Ibas viendo caer delante de tí a los compañeros de vanguardia.
Nadie se volvía atrás. Stalin había dispuesto que la última fila de soldados fuese siempre de otra compañía y apresasen o fusilasen en el acto a los "desertores", a aquellos que se asustaban, huían o retrocedían en el campo de batalla. Nos disparaban por delante, y también podían hacerlo por detrás.
El georgiano del Kremlin también había dispuesto doble ración de vodka, doscientos gramos, a todos los infantes que participábamos en cada ataque. No íbamos al combate borrachos, como dicen los antisoviéticos, pero sí ayudaba a levantar el ánimo y a veces, hasta a ir a la muerte eufórico. Sin el vodka nadie hubiese podido soportar aquel horror y ese miedo continuo a una muerte casi certera.
Entre nosotros se comentaba que a los alemanes les daban también un licor, que en ruso llamábamos "snaps".
También diré que había pocos desertores. En parte era por los ideales comunistas, en parte por patriotismo y más aún, por un sentido de camaradería que sólo la guerra despierta. Eramos como lobos acosados, la vida de cada uno dependía de la solidaridad de los demás. Nos arriesgábamos por un tovarish, sabiendo que él lo haría mañana por tí. Por eso la cobardía era peor que la traición.
El castigo que imponían nuestros oficiales a los camorristas e indisciplinados era ir en la primera fila de ataque. Los que sobrevivían se volvían todavía más jactanciosos, pero ya nadie se ofendía con ellos, por pesadas que fuesen sus bromas y provocaciones.
“Matuska Rossia svoij ne zhaleiet”. "La madrecita Rusia no se apena de los suyos”, No escatima en vidas de sus hijos. Los aldeanos de la zona que liberamos de los alemanes, dicen que les oían decir esto cuando volvían atónitos del combate. Antes de volver de permiso al pueblo volvían la vista atrás y veían el campo de batalla en frente de donde habían instalado sus nidos de ametralladora, sembrado una y otra vez de cadáveres, tras cada nuevo ataque ruso.
Por fin alguno llegaba al nido de ametralladoras alemán y lo destruía con una granada. Casi detrás del conquistador sobreviviente, entrábamos los demás en tropel desorientado, asustado y colérico, entonces nos atrincherábamos y usábamos la trinchera que hasta hace escasos momentos era del enemigo y comenzábamos a tirotearnos con los nazis de la siguiente trinchera.
Después del terror pasado, corriendo a cuerpo descubierto, para tomar la trinchera, el intercambio de fuego entre nuestra posición y la enemiga, nos parecía algo entretenido y totalmente fuera de peligro. Lo denominábamos "echarse bollos” (kidatsa pirashkí).
Entretanto por la retaguardia nos traían los peroles del rancho, los morteros, y si era posible también avanzaba hasta nuestra posición en vanguardia alguna pieza de artillería. Para la tarde pudiera ser que hubiésemos tenido que replegarnos de nuevo, o avanzar más o dormir en esa trinchera varios días, mientras cavábamos otras.
En la ciudad la cantidad de bajas era similar y también avanzaban y retrocedían posiciones de continuo. La diferencia era que en vez de por las trincheras se luchaba por las ruinas de los edificios.
Los muertos eran enterrados rápidamente en fosas comunes sin que nadie les identificara, ni siquiera se contaba cuántos cadáveres había en cada fosa.
Las fosas se improvisaban en cualquier sitio, allí donde el fuego enemigo lo permitía, a menudo a escasos metros tras nuestras trincheras. Vivos y muertos, todos estábamos bajo tierra.
Después de ver aquello, nunca he creído en las cifras de bajas, que los sucesivos gobiernos soviéticos han publicado (2). Sólo Dios, si existe, sabe cuantas almas costó aquella locura.
Dicen que de mi generación sólo un 1% de los varones quedó con vida. Te imaginas, sólo sobrevivió uno de cada cien rusos que nacieron el mismo año que yo, que tenían entonces dieciocho años. En un país tan enorme...
Cuando paseo por las calles de Moscú, siempre me fijo y casi nunca me he topado con otros ancianos, que nacieran el mismo año que yo. El pensarlo me produce vértigo. Me figuro a la muerte como un gigantesco rastrillo, que va pasando una y otra vez sobre los hombres de mi generación. Y una y otra vez me escurro entre los dientes del rastrillo. Debiera sentirme afortunado, feliz; pero no puedo. He visto demasiada muerte, demasiada...
La guerra es tan absurda, tan apocalíptica, y entonces defendíamos nuestro suelo, pero después... Afganistán, Chechenia... ¿Para qué? ¿Por qué mueren nuestros jóvenes? La vida es tan maravillosa y tan corta.
Nunca se vive lo suficiente, como para hacer todo lo que se hubiese querido.